viernes, 18 de junio de 2010

¿QUIÉN CONTROLA A QUIÉN?

Érase una vez un hombre que encontró por casualidad en un mercado de curiosidades una marioneta grande y pesada, de esas de circo, las más difíciles de manejar, pero también las más auténticas. Le llamó la atención el rostro del muñeco, que tenía una mirada desafiante, altiva. Decidió comprarla, la llevó a su casa y esa misma tarde decidió probarla.


Él ya había dominado los hilos de otras marionetas, pero todas más pequeñas y ligeras, muñecos a los que, tan sólo tras un par de días de ensayos, ya dominaba y movía con soltura. Durante aquella tarde, ni tan siquiera logró que se pusiera en pie sin que las piernas se doblasen como se derrumban las de los soldados heridos en batalla.

A pesar de su probada destreza, al cabo de dos semanas no había conseguido todavía controlar su nueva marioneta, la cual parecía mandar sobre él: continuamente los pies se desplazaban más allá de lo natural, las manos se movían como si el muñeco padeciera agotamiento y la cabeza se volteaba como la de un borracho a punto de perder el conocimiento.

Sin embargo, su obstinación en el dominio sobre los otros, fueran o no muñecos, no conocía límite, por lo que el hombre ensayó y ensayó hasta adaptar sus imperceptibles giros de mano al peso de la marioneta; la colocación exacta y tensa de los dedos, a la cómoda pose del títere, y la tensión de sus antebrazos, a la debida compostura del fantoche.

Finalmente, transcurridos siete meses de arduas sesiones de trabajo, la díscola figura pareció tomar vida y desenvolverse como un verda- dero ser vivo, erguido, elegante e imponente en los agarrotados dedos del hombre. Había triunfado sobre ella, por fin la había dominado. Pero se percató de que no podía dejar de ensayar día alguno. Un solo día sin practicar suponía semanas para recuperar lo perdido. No sólo debía dedicarle unas dos horas diarias, le apeteciese o no el ensayo, sino que el hombre se vio obligado a renunciar a cualquier otra marioneta para ser dueño, por siempre, de aquel muñeco.

Cuando por las noches la dejaba a los pies de su cama, agotado de los ensayos, el muñeco parecía observarle desde su rincón y, en la penumbra, el hombre no podía apartar la vista de su rostro de made- ra, ahí donde su creador había pintado una sutil sonrisa y una infinita expresión de superioridad. El hombre se iba sumiendo en sus sueños, poco a poco, desvaneciéndose su conciencia, cerrando los ojos y a veces volviéndolos abrir, durmiéndose al fin, bajo la atenta mirada de la marioneta.

Fernando Trias de Bes

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